EL CARRETE MÁGICO
Había una vez un pequeño príncipe, inquieto y travieso, que no le gustaba estudiar. Cuando sus padres le reprendían, se lamentaba diciendo: “¡Qué ganas de ser grande para hacer todo lo que quiera!”.
Un buen día, mientras se encontraba en su cuarto, descubrió junto a la ventana una bobina con hilos de oro. Ante la mirada sorprendida del principito, la bobina le habló con voz melodiosa: “Querido príncipe: He escuchado tus deseos de crecer pronto y te daré una oportunidad. A medida que desenrolles mis hilos, podrás avanzar por los días de tu vida. Pero ten cuidado, pues el hilo que se suelta no regresa, y el tiempo pasado no podrá ser recuperado jamás”.
Sin poder resistir su curiosidad, el pequeño príncipe tiró del hilo y al instante, quedó convertido en un joven gallardo y robusto. Con gran entusiasmo, volvió a tirar del hilo mágico y se descubrió con la corona de su padre. “¡Soy rey!”, “¡Soy rey!”, exclamaba con gran alegría. “Por favor, carrete mágico, quiero saber cómo lucirán mis hijos y mi señora reina”, exclamó impaciente mientras estiraba nuevamente el hilo.
Entonces, se apareció una mujer hermosa de largos cabellos junto a él, y tres chiquilines hermosos y gordos. La curiosidad del rey se hacía incontenible por saber cómo serían sus hijos de grande, así que tiró un tramo largo de aquel hilo, y otro más, y otro. De repente, notó que sus manos estaban pálidas y débiles, y en el reflejo del espejo descubrió un viejo consumido y seco.
El príncipe, al ver que había desenrollado todo el hilo, quiso devolverlo nuevamente a su lugar, pero tal como le habían advertido, era completamente imposible. ¡Había consumido toda su vida! La bobina mágica, al verlo tan afligido exclamó: “¿Qué has hecho, criatura infeliz? En vez de vivir los momentos hermosos de tu vida, decidiste pasarlos por alto. Has malgastado el tiempo inútilmente y ya no hay nada que puedas hacer, salvo pagar por tu insolencia”.
Y así quedó el anciano rey, que sólo pudo disfrutar de una corta vejez hasta que murió de tristeza en su alcoba, por haber desperdiciado toda su vida, sin vivirla como debe ser.
EL CEDRO VANIDOSO
Esta es la historia de un cedro presumido y tonto, que se jactaba a diario de su hermosura. El cedro vivía en el medio de un jardín, rodeado de otros árboles más pequeños, y para nada tan bellos como él. ¡Soy en verdad, algo digno de contemplar, y no hay nadie en este jardín que supere mi encanto! repetía el cedro en las mañanas, en las tardes y en las noches.
Al llegar la primavera, los árboles comenzaron a dar hermosas frutas. Deliciosas manzanas tuvo el manzano, relucientes cerezas aportó el cerezo, y el peral brindó gordas y jugosas peras.
Mientras tanto, el cedro, que no podía dar frutos, se lamentaba angustiado: “Mi belleza no estará completa hasta que mis ramas no tengan frutos hermosos como yo”. Entonces, se dedicó a observar a los demás árboles y a imitarlos en todo lo que hicieran para tener frutos. Finalmente, el cedro tuvo lo que pidió, y en lo alto de sus ramas, asomó un precioso fruto.
“Le daré de comer día y noche para que sea el más grande y hermoso de todos los frutos” exclamaba el cedro orgulloso de su creación. Sin embargo, de tanto que llegó a crecer aquel fruto, no hizo más que torcer poco a poco la copa de aquel cedro. Con el paso de los días, el fruto maduró y se hizo más pesado cada vez, hasta que el cedro no pudo sostenerlo y su copa terminó completamente quebrada y arruinada.
Algunas personas son como los cedros, que su ambición es tan grande que les lleva a perder todo cuanto tuvieron, pues no hay nada tan fatal como la vanidad, y debemos evitar ser engreídos con las personas que nos rodean.